Reseña basada en el libro de L. Martínez García: “El albergue de los viajeros: del hospedaje monástico a la posada urbana”. IV Semana de Estudios Medievales (1993).
El hecho de que hayamos oído hablar de gran cantidad de hospitales en determinadas ciudades de la Edad Media no significa que esta idea tenga fundamento. Aunque conocemos datos sobre camas y dependencias y disponemos de listas de entidades benéficas, nos faltan datos que nos hablen sobre la verdadera eficacia de los centros. Por otro lado, la mayoría de los estudios han sido realizados por personas con escasa preparación que se limitaron a describir los datos, en vez de analizarlos con detalle.
Por lo tanto, resulta fundamental, si queremos hacernos una idea del panorama hospitalario medieval, que atendamos primero a la formación y nacimiento de la red hospitalaria y después que analicemos su calidad asistencial.
Con anterioridad al siglo XI, podemos considerar la devoción a Santiago como algo anecdótico y selectivo que sólo atraía a personajes cercanos al poder eclesiástico y civil. Estos personajes podían permitirse improvisar sus rutas de peregrinación gracias a su acaudalado nivel de vida.
A partir del siglo XI comienza una verdadera corriente migratoria y se establece la ruta que, con pequeñas variantes, se mantendrá hasta el día de hoy. Porque es a partir de este siglo cuando se difunde entre los cristianos la costumbre de peregrinar a Roma, Jerusalén o Santiago. Es la época de las grandes reformas eclesiásticas que se traduce en la unificación de la liturgia, la potenciación de los obispados y abadías y la introducción de la regla benedictina en los monasterios.
Este panorama se fundamenta en una situación de gran bonanza económica y de estabilidad política e institucional. Las pequeñas explotaciones agrícolas, el aumento del censo demográfico y los excedentes comerciales de la centuria facilitan el resurgimiento del Camino de Santiago. Además, las conquistas frente al Islam permiten reordenar el territorio entre los Pirineos y Galicia y proteger los movimientos de personas más allá de los distintos señoríos. El propio Camino, a su vez, reforzará este crecimiento económico, lo que justificará que monarcas, nobles, obispos y monjes cluniacenses inviertan en su promoción y desarrollo.
La unión de las coronas de León y Castilla permitió suprimir trabas como los portazgos e incentivar la presencia de grupos dinámicos como los de los francos. A esto se debe añadir la fundación y dotación de hospitales, bien directamente por los reyes (San Juan de Oviedo), o respaldando iniciativas particulares (Foncebadón).
Entre los siglos XI y XII, por tanto, se puede dar por establecida la ruta clásica de peregrinos, complementada por una primera red de centros hospitalarios, sometidos al influjo benedictino, que ayudarán a consolidarla. La iniciativa privada, en forma de posadas, cubrirá las lagunas asistenciales de la red gratuita.
Los conflictos del siglo XII no supondrán una alteración grave del flujo de peregrinos. Al contrario, los contendientes políticos de la época no dudarán en fomentar la peregrinación a Santiago con poblamientos de francos y judíos en las villas que lo atraviesan, otorgándoles ventajas fiscales en un marco de efervescencia económica.
Si antes han sido los monasterios los protagonistas, ahora serán las Órdenes Militares, por encargo del rey y de la nobleza, las que asuman la responsabilidad de proveer y coordinar las labores de asistencia, protección y control del camino y de los caminantes. Así, la Orden de San Juan de Jerusalén administraba el Hospital de Órbigo, el de Frómista, etc. La del Temple: los de Tierra de Campos, Rabanal o Ponferrada. La de Santiago, el Hospital de San Marcos de León, el de Belorado, los de Burgos y el de Castrojeriz, entre otros. Y, por último, la de Calatrava administraba la zona comprendida entre Nájera y Santo Domingo de la Calzada.
Los ideales de trabajo, pobreza y predicación, característicos de estas Órdenes sustituyen así a la vida contemplativa y al inmovilismo de los monjes en la gestión del Camino. Por eso, además de recaer en las Órdenes Militares, la hospitalidad corre a cargo, a partir del siglo XII, de nuevas propuestas religiosas de vida en común, como las planteadas por los cistercienses, antonianos y los canónigos regulares de San Agustín.
Todos estos cambios son el reflejo, a su vez, de otros. Por un lado, la vieja ruta jacobea deja de ejercer el monopolio de las rutas mercantiles y por otro, los peregrinos manifiestan un perfil mucho más complejo en esta época. A esto hay que sumarle que las ciudades comienzan a sufrir los efectos de la pobreza y la marginación, por lo que las villas comienzan a llenarse de hospitales que, un poco más tarde, llegarán hasta las cofradías y parroquias de las aldeas vecinas.
Aunque en todos los hospitales se acogía a peregrinos, pobres del lugar, sanos o enfermos, lo cierto es que en los de fundación temprana no se admitía a los pobres naturales mientras hubiera peregrinos solicitando asistencia. En los regentados por cofradías, los preferidos eran los pobres y enfermos que estuviesen vinculados a la propia cofradía. En las parroquias, los feligreses más necesitados. Algunos hospitales se especializaban en dolencias determinadas y todos excluían a los falsos peregrinos, a los vagabundos y a las mujeres de dudosa condición social.
La calidad de la asistencia variaba mucho de unos hospitales a otros. Los más antiguos y de mayor solera eran los medianos que disponían de varias dependencias y de dormitorios y enfermerías separadas para hombres y para mujeres. Los pequeños se valían de una vivienda familiar con dos o tres habitaciones, cocina y cuadra – almacén. Los grandes eran muy escasos: el Hospital del Rey de Burgos, el de Roncesvalles, y el tardío Hospital Real de Santiago.
Todos se sostenían con las rentas del patrimonio con el que habían sido dotados por sus fundadores o bienhechores, complementadas con las limosnas de los fieles y con los legados piadosos de peregrinos agradecidos o que habían fallecido en la casa. A pesar de esto, las diferencias entre ellos eran enormes y los mejor dotados fueron los más antiguos, de los siglos XI y XII.
En cuanto a su administración, todos estuvieron en manos de instituciones religiosas. Según la categoría de cada centro, podían oscilar entre un matrimonio o una hospitalera para las labores domésticas y la veintena de empleados que podía reunir un hospital de tipo medio.
La asistencia se concretaba en dos ofertas: la posada y el alimento. Alojamiento lo ofrecieron todos, aunque no siempre llevaba aparejado el hecho de dormir en una cama. Uno de tamaño medio solía tener alrededor de seis camas, bastando dos o tres para alcanzar la consideración de hospital. El alimento no siempre bastaba para atender la demanda, por lo que se racionaba bastante. En general, se concentraba la entrega en determinadas fechas del año (fiestas del patrono, Cuaresma, etc.)
Los progresos de la ciencia médica, que permitieron distinguir a los pobres de los enfermos, llevaron a los hospitales a prestar mayor atención sanitaria. Se acogía a los enfermos sin límite de tiempo, se habilitaban salas especiales para ellos y se contrataban los servicios de un boticario o de un médico. Todo esto, claro está, disparaba los gastos.
Con el paso del tiempo, el Camino de Santiago empezó a transformarse en un espacio sagrado, jalonado de monasterios e iglesias, capillas, hospitales y cofradías, con sus reliquias de santos y con imágenes milagrosas de visita obligada. La propia beneficencia se consideraba sacralizada. A los peregrinos se les obligaba a participar en los actos religiosos, a rezar sufragios por las almas de los fundadores y a oír misa antes de partir.
Si un peregrino fallecía en el hospital, se le enterraba con gran solemnidad, acompañado por la comunidad hospitalaria en pleno, por cofrades y por otras personas piadosas dedicadas especialmente a estos menesteres.
La infraestructura asistencial, en resumen, se acomodó a las circunstancias de cada momento y a la importancia religiosa, económica, política y cultural del Camino en cada momento.