El peregrino, como el turista, es el que viaja a lugares o países extraños. La propia palabra nos lo dice: “per agris”. Si con agris nos referimos al campo o al país que se atraviesa, Ortega y Gasset nos explica que el término per procede, seguramente, de la lengua indoeuropea y hace referencia al hecho de “caminar por el mundo cuando no había caminos, cuando todos los viajes eran más o menos desconocidos y peligrosos”.
Pero, para el turista, ese viaje “peligroso” se reduce a una aventura. Es un modo de adquirir conocimientos, experiencia o prestigio. Puede valorar el arte o la religión, pero siempre y cuando sirvan a lo lúdico, a lo placentero. Puede compartir con el peregrino el destino, un lugar santo, pero no la vivencia que lleva aparejada la llegada a ese destino.
El peregrino recorre el camino estimulado por una vocación devocional. Comparte la vivencia de lo sagrado cuando se pone en contacto con un espacio consagrado en el que se encuentran las reliquias de un ser humano que ha alcanzado virtudes sobrehumanas y pretende participar de esa sacralidad.
El peregrino camina para purgar sus pecados, para renovarse por dentro, para transformarse y renovarse espiritualmente. Persigue la purificación.
El turista no valora la meta como elemento esencial. Lo importante para él es disfrutar de la ruta.
El peregrino sólo entiende el camino por el valor espiritual de su destino. Y precisamente porque el destino final es el que le estimula para cambiar su vida interior, habrá cumplido su peregrinación aunque los accidentes le impidan culminar la ruta. Porque el peregrino ya ha llegado a su destino en el momento de iniciar el camino. Su camino es un proceso de transformación diaria que se perfecciona ante la presencia de las reliquias, que son el instrumento de intermediación ante la divinidad superior. Una intermediación que va precedida, por lo tanto, de un sacrificio y un deseo de renovación que renace cada día.
El peregrino emprende la ruta anticipándose al viaje que emprenderá al final de su vida. El turista no entiende los significados que se esconden más allá de los símbolos. Por eso los rituales de los turistas son apresurados: el turista trata de ver y de tocar más que los demás, para dejar su huella, para ganar prestigio ante sus conocidos. El peregrino cumple con el ritual para expresar con un gesto su estallido emocional, su transformación interior. Es un gesto que se dirige al propio templo, agradeciendo la hospitalidad con que lo acogen sus muros. Es el saludo personal que le dirige a Dios, como una tarjeta de presentación.
En el caso de Santiago, además, el peregrino participa activamente en el rito. No se desentiende de todo al llegar a la meta. Su objetivo es ganar el jubileo. Y para conseguir las indulgencias plenarias del Año Santo reza una oración en la catedral, pide por las intenciones del Papa y se confiesa y comulga. Sólo así alcanza sentido pleno su viaje.
Si el viaje del turista se agota al alcanzar la meta, el verdadero viaje del peregrino comienza a partir de ese momento, cuando, una vez vencidos los obstáculos materiales, participa del perdón y de la gracia y los transmite a sus allegados en su ciudad de procedencia.
El turista, en resumidas cuentas, disfruta del camino como un pasatiempo en el que puede cultivar, más o menos, su intelecto o su espíritu. El peregrino, en cambio, entiende el camino como un medio para conseguir un fin. En ese medio se relacionará con otros, interactuará con la naturaleza, aprenderá cosas nuevas, pero todo sirve a un fin sobrenatural. El camino del turista es exterior. El del peregrino es un camino interior.
El peregrino, como el turista, es el que viaja a lugares o países extraños. La propia palabra nos lo dice: “per agris”.
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